A la mayoría de las personas nos sucede que en ciertos momentos sentimos ganas repentinas de acudir a la comida para calmar ciertas emociones, generalmente con algo dulce, el famoso “atracón”, y también suele suceder a la inversa, donde el hambre desaparece completamente.

¿Por qué relacionamos las emociones con el hecho de comer?

Desde nuestros primeros años de vida aprendemos acerca del rol social y cultural de la comida. Es usual que ante el llanto o el capricho de un niño/a se busque como salida ofrecerle un caramelo, chupetín o helado para así calmar su reacción. Crecemos aprendiendo a tapar las emociones de esta manera. 

Internalizamos también que los festejos, cumpleaños, fiestas o reuniones, estén acompañados por alimentos. Es decir que hay un fuerte rol cultural que se hace base en nuestras experiencias desde muy chicos/as. 

Tanto a la felicidad como la tristeza solemos acompañarlas con comida. 

Ahora que lo conocemos y entendemos ¿Qué podemos hacer?

En posteos anteriores del blog, reflexionamos sobre el papel de las emociones. Estas no son buenas ni malas, sino que nos quieren decir algo, son un mensaje. El cuerpo habla, una manera saludable de gestionar esos mensajes es escuchando, volviendo a uno mismo. 

¿Cómo? buscando identificar esa situación o emoción que nos lleva a comer o a dejar de hacerlo. Hacernos preguntas: ¿Qué siento? ¿Me pasó algo particular que me puede haber hecho sentir así? ¿Reconozco esto que me pasa? ¿Ya me pasó alguna vez? ¿Tengo hambre o me pasa otra cosa?

Si estas situaciones suceden de formas aisladas y puntuales de nervios o estrés, tanto que se nos vaya el hambre o comamos sin control, es normal. Pero si esas situaciones nos ocurren reiteradas veces es importante prestar atención. Siempre considerando buscar ayuda profesional.

Es importante aprender a gestionar las emociones sin recurrir a la comida, ya que por déficit o por exceso de alimentos sostenido en el tiempo, las consecuencias a largo plazo en nuestra salud no son buenas. 

Un buen recurso para dicha gestión es reconocer en qué parte del cuerpo sentimos el hambre real y en qué parte sentimos el hambre emocional. Diferenciarlas nos va a ayudar a poder distinguir si nuestro cuerpo necesita alimentarse o expresarse. Para la segunda opción suele servir hablar con alguien, escribir lo que nos pasa, o algo tan simple como concentrarnos en respirar.

El deseo también tiene un rol importante, muchas veces tenemos ganas de comer algo rico sin que esto necesariamente sea hambre emocional. Hay que darle lugar al deseo, las restricciones solo nos llevan a más preocupaciones e impulsos. 

Estamos en automático muchas veces, hay que frenar, respirar y preguntarse. Intentar cambiar el enfoque, el chip, buscar momentos de despejes, pequeños, para dar espacio y aire a nuevos recursos.