La casa de mis abuelos fue durante mucho tiempo, y en diferentes momentos, un refugio para el clan de los nietos. Ocho nietos.
Después de que murieron -los dos el mismo año- esa luz que entraba por las rejas de adelante, que chocaba contra en el piso siempre lustrado, desapareció.
El resto de nosotros jugó en su patio , cocinó en su mesada de granito y cerró y abrió cuantas veces se pudo la puerta de vidrio que divide el living de los cuartos. Era pesadísima, tenía los bordes de madera y más de una vez tembló por los portazos furiosos de nuestra adolescencia.
Años después, muchos de nosotros habitamos la casa, ya no como pequeños invasores devoradores de milanesas, que veían Much Music y se peleaban por los equipos de Supermatch. Ahora, disfrutábamos el silencio, la luz frágil que entraba desde la cocina y la casa siempre fresca.
Pasé mucho tiempo en la casa de mis abuelos sin mis abuelos. Con sus adornos, sus platos pintados colgados de una pared, su reloj siempre en pausa, los souvenirs con base de papel blanco troquelado, los muebles con olor a blem, el estante para apoyar el teléfono de línea, el «modular de los remedios».
Pasé tanto tiempo como pude hasta que la casa se vendió.
Años más tarde me di cuenta que tenía conmigo el recuerdo de dos hogares: la casa de mis abuelos y esa misma casa sin mis abuelos. Es que ellos, sin saberlo, dejaron impregnado ese amor tan cristalino y generoso en cada rincón.
Cada día los recuerdo con mucho amor pero hoy escuché una canción que siempre pasaban en Much Music cuando me quedaba en su casa, después del colegio. Y me trasladé a ese momento. La sensación fue la de un recuerdo que aparece sin aviso y te saca una sonrisa.
Jorgelina Macchiarelli
Licenciada en Comunicación Social
La Plata, Buenos Aires.
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